
Ficha técnica y artística
El abrazo partido, Argentina, 2004. 98 min.
Dirección: Daniel Burman.
Actores: Daniel Hendler, Adriana Aizemberg, Jorge D’Elia, Rosita Londler
Guión: Marcelo Birmajer, Daniel Burman.
Dir de Fotografía: Ramiro Civita.
A veces suceden buenos encuentros: uno de ellos es el que se produce entre las imágenes y las letras. Los cineastas, aquellos artistas que pueden plasmar en la pantalla sucesos traumáticos en forma artística, tienen la virtud de poseer una captación anticipatoria, tal vez inconsciente de esos sucesos.
Luego de verlos, procesarlos, asombrarnos frente a una obra de arte, podemos escribir sobre lo que aconteció en la pantalla. Es como el recorrido de un análisis. Hay imágenes que han quedado elididas de la conciencia, otras reprimidas y retornan como sueños, síntomas, etc. Esas imágenes son de carácter traumático y necesitan un tiempo para poder llevarlas al campo de la palabra. Pero lo perceptivo ha sido captado en un momento de nuestra vida, con ese rasgo doloroso o angustiante, y el cine, algunas veces, cumple con esa función de anticipación de la imagen.
Muchas películas cuyo argumento nos parecía de ciencia-ficción, luego de un tiempo nos permiten corroborar que la realidad supera a la ficción.
En los años 2004-2005 me llamó la atención que guionistas y directores de diferentes latitudes filmen una temática repetitiva: la dificultad de ejercer la función paterna.
Tanto El Gran Pez (norteamericana) como Las invasiones Bárbaras (canadiense), Good- Bye Lenin (alemana) y El abrazo partido (argentina) insisten en la dificultad de hacerse cargo de la nominación de ser padre-madre (la función no es pertinente del género). En estas cuatro películas se refleja a través de la pantalla una transmisión fallida para con los hijos, sobre todo con los hijos varones.
Tal vez nominarse como padre lleva implícito una operación fundamental para el ser humano: la castración, es decir, poder hacer un corte en su función de padre y dar un paso “al costado” para que un hijo ocupe su lugar.
Con las hijas mujeres el paso al costado le permitirá en su futuro enamorarse de otro hombre que no sea él, su padre, en cambio con los hijos varones ese paso es necesario para que el hijo pueda instalar en la sociedad su propio nombre.
El narcisismo de muchos hombres que ocupan el lugar de Pater-familia, les juega una mal pasada ya que las fallas son vividas como sentencias y no pueden hacer este “pase” a un hijo, por lo tanto los vínculos familiares se fragilizan o se tornan endebles ya que la palabra no circula como bien de intercambio.
Los padres cumplen con esa función primordial al ser portadores de un nombre y con ese nombre nombrar a los hijos. Los hacemos hijos de un significante, siendo los padres vehículos de una función que los trasciende.
Los hombres que nos legislan también están ocupando el lugar de Nombre del Padre, aquel que se lo ha nominado para que ocupe esa función, es el soporte de una filiación simbólica al que se le ha encomendado el de legislar. Por lo tanto, desde este lugar simbólico es hacer posible el establecimiento de reglas que regulan los intercambios culturales, sociales y políticos de una Nación.
A veces se puede ocupar ese lugar significante con la ilusión de perpetuidad, es decir a su propio capricho, por lo tanto él no es pasante de una función sino que es la función misma. Esto es el reverso de una verdadera transmisión. Tanto para una familia como una sociedad en su conjunto.
La pregunta que tenemos que formularnos es ¿qué sucede cuando esta función es reemplazada por su figura a costa de cualquier precio? Se convierten en el Uno de la excepción, es el Padre de la “horda primitiva” al decir de Freud, el que tiene todos los privilegios y no se lo puede desobedecer.
La historia actual nos colma con estos personajes. La consecuencia será el abandono de los hijos, ¿hijos solitarios que deambulan por el mundo buscando su identidad? Veremos si los cineastas en los años sucesivos nos ofrecen alguna respuesta con sus imágenes potentes frente a tanto desamparo.
Es el hijo, entonces, que tiene que reinventarse un nombre, si puede... Sólo así las sociedades pueden hacer este proceso “normal” de transmisión de generación a generación. Transmisión de la palabra, de normas, de leyes, que son llevadas a cabo si se vehiculiza la ley en tanto normativa simbólica que nos organiza tanto como familia y sociedad.
En el análisis de El abrazo partido podemos pensar que la operación Nombre del Padre se cumplió efectivamente a través de esa madre que no dejaba de nombrar en algún evento o en su mismo negocio a ese hombre que fue el padre de Daniel. Vayamos al análisis de la misma con más detenimiento.
Película argentina cuyas primeras imágenes se despliegan en una galería del barrio de Once, con negocios diferentes. Toda la película se desarrolla en este escenario. No es casual, se supone, la intencionalidad del director en esta elección. La galería es aquello donde todo parece ser visto y la película nos transmite justamente esta paradoja: aquello que nos es transparente, palabra usada en un momento muy significativo de la película, es al mismo tiempo lo más oculto, al modo de la carta robada.
La trama argumental de la película es una búsqueda de identidad del protagonista, donde se mezcla con las identidades y diferencias étnicas de esa galería. El acento está puesto en la inmigración, sobre todo la de origen judío y sus costumbres, aunque no descarta otras que, tomadas con mucho humor del imaginario colectivo, supone algunas cosas que a lo largo de la película se van desmitificando. Y se sostienen otras, como el judío que comercia “cualquier cosa”, religión incluida. En este “cualquier cosa”, también incluimos un modo discursivo donde todo puede ser posible, padre incluido: “qué importancia tiene -dice su madre- quién fue tu papá, fue un pequeño desliz”. Da lo mismo un padre que otro.
De este “desliz” nos enteramos casi al final. En realidad fue un amorío de esta mujer con un hombre de la galería del cual, en apariencia, nació Daniel. Casualmente el que está enfrente de su negocio, donde todo lo podía ver pero en silencio, transparente, al decir de la protagonista. No es un dato el de la paternidad que se comprueba fehacientemente en la película y tal vez su autor así lo deseó.
En medio de estas vidrieras se desarrollan los diferentes personajes y culturas. Un joven, Daniel, es el hijo de una dueña de un local, una mercería que por supuesto tiene de todo un poco, como la vida misma. Daniel, mientras tanto, busca su origen, su filiación, ya que su madre le ha contado una historia que lo deja en la confusión y en una búsqueda constante de su identidad. El argumento contado por su madre es que su marido, padre de este hijo, se había ido para luchar por sus ideales a Israel en la Guerra de los Seis Días. Los había abandonado cuando Daniel tenía 6 meses.
Esta posición de desarraigo del joven por el abandono paterno lo hace trastabillar en cualquier relación afectiva en que él se implique, con su novia, con su futura paternidad, con su hermano, y además significa un desamarre en el anhelo de triunfar económicamente; se lo ve como sometido a los mandatos maternos. Él es un empleado de esa mercería cuyo nombre es “Tiendas Elías”, nombre de su padre.
Y es aquí donde se comienza a tejer una historia paralela, la trama del inconsciente.
Durante la película hay un elemento que insiste en casi todas las escenas, que pertenece a la cultura judía. Es una torta que en la película se convida en cualquier momento, para cualquier acontecimiento, a cualquier hora, se muestra y se come hasta el hartazgo: es el leicaj. En mi lectura este es el elemento clave que hace a la esencia de la búsqueda de esa identidad.
El protagonista desde muy pequeño hasta el presente ha saboreado esa torta todos sus santos días como el resto de los personajes. Pero en él ha cobrado una fuerza singular. La ha saboreado, comido, engullido, ¿sólo al leicaj, o al nombre de su padre junto con la torta?
Leicaj lleva las letras de Elías, excepto alguna consonante que casi no se pronuncia en ambos términos. Daniel también porta las letras de Elías. Pero el elemento que insiste y con esa cualidad de nimio es esa tortita de miel. Miel, Daniel, Elías. Letras que como en el juego del Scrabel se combinan y forman nombres, significantes.
Tal vez Berta, nombre del personaje de la madre, sin saber, se lo haya ofrecido a pesar de su aparente “como si”, a pesar de su bla bla, donde no se cuestionaba la filiación de Daniel.
Sin embargo, en esos aparentes enunciados se nucleaba un nombre, aquel que circuló en todo momento y estaba presente en cada anécdota de la película. Este hijo lo engulló, con el más franco estilo de la horda primitiva, engullimiento de un padre, al decir de Freud.
Esta mamá, a través del leicaj, funcionó como agente de la castración, ofreciéndole un nombre a su hijo, el Nombre del Padre, que estaba escrito en las letras de la tienda, pero eso no es suficiente. Hace falta la operación de identificación al rasgo, al rasgo unario, primera identificación al padre, que en esta película aparece tan disfrazado y tan presente al mismo tiempo.
Leicaj es una torta judía, leicaj es una palabra que tiene un sentido en lo cotidiano, en el mundo simbólico de una colectividad y de su lengua, en este caso la judía.
Leicaj, en El abrazo partido es lo real de lo simbólico, es ese aspecto asemántico de una palabra que por la combinatoria de los fonemas, define el proceso primario, aquel que hace corte con el sentido del Otro. Es de esa manera que funciona la operatoria Nombre del Padre otorgándole a ese sujeto del inconsciente otro sentido que aquel dado por el Otro.
Allí había una verdad reprimida, una historia que nunca había sido contada, que retorna a través del leicaj en su repetición y su insistencia. Esa torta es sintomática de ese simbólico judío: el leicaj se come, fundamentalmente, luego del ayuno que los judíos realizan una vez al año en el Día del Perdón. En la mesa de cualquier judío, luego de la aparición de la primera estrella, se ofrece el té con esa torta.
Tal vez por ese motivo, en la película, el reencuentro de Daniel con su padre, Elías, no fue tan difícil, se encontraron en una mirada, en un gesto, en un leicaj.
Es un ejemplo de que las letras figuran en el lenguaje como puros instrumentos materiales, separados del sentido, de una historia imaginaria-simbólica, adquiriendo un valor de corte. Corte que funda el sujeto del inconsciente y que porta un nombre, el Nombre del Padre.
Mónica I. Santcovsky
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2 comentarios:
Me pareció muy bueno! súmamente interesante y disparador de múltiples ideas. Sigas sumando propuestas!
Graciela
muy bueno el blog excelente idea
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